Conozco poco el oriente, así que fue perfecto y con una genial compañera de viajes me fui.
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Lugares: estado Sucre, sembradíos de cacao y sus siempre protectores bucares, aguas muy calientes de forma natural, San Juan de las Galdonas y su misterioso encanto, la montaña y allí mismo el mar, y al final, donde parece no llegar más nada entre frío de selva y calor de arena, playa Pui Puy.
Gente: los pescadores y el pescado fresco respectivo (aunque ahora las nuevas generaciones prefieren criar pollos porque les es más fácil); los que secan el cacao en las aceras, en el asfalto de todas las carreteras; los de las historias en los camiones -único medio de transporte entre poblados- con sus frases dignas de sabiduría popular -verdades absolutas-; los que te indican el camino a cualquier lugar aunque por la velocidad en su modo de hablar no se entienda mucho; los que conocen a todos y te dicen “dígale a fulanito que pasó por aquí, yo lo conozco”; la señora de las empanadas; la que no iba al “comemuslo”, porque eso se lo deja a la juventud; los que dan la cola porque van al mismo sitio -“yo la llevo”-; los que aconsejan tener cuidado en todas partes; el que da sin recibir; los chicos que tenían tres semanas sin querer volver, el argentino que tenía más de un mes, y Agustina…
En Pui Puy, decidió ella vivir y además recibir a todos los que con su mochila y carpa deseen acampar. Su bienvenida, sin ser muy cálida ofrece la confianza, la tranquilidad y la seguridad de que no existe mejor lugar en el mundo. La energía que emana su casa, su jardín y sus alrededores, con fogón y montaña respectivos, reúne justamente la energía que Pui Puy, con toda su virginidad, transmite.
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No hay austeridad, pero sí todo lo contrario de opulencia. No hay ruido, no hay discordancia, hay armonía, fluidez, generosidad, reciprocidad, paz.
Compartir en su casa, con ella y todos los que coincidimos aquellos días buscando esa paz, fue una experiencia que aun no se me sale de la mente y la evoco a ratos consciente, otras sin querer. Y me cuestiono la cantidad de problemas y necesidades que uno se genera innecesariamente, todos casi siempre irreales o con poca sustancia. Agustina vive allí, con lo que consigue en los conucos de los vecinos, con lo que nosotros los que la visitamos le queremos dar. Ella y su hija, una criatura de un metro de estatura, rulos dorados y ojos inmensos.
Agustina es mi ejemplo de la certidumbre de que estás donde debes estar y si no te sientes bien, entonces como a la tierra, hay que moverse hacia donde simplemente te sientas bien contigo y el Universo. Siempre volveré a ver a Agustina, sé que lo haré y en la próxima oportunidad le llevaré lo que no necesita pero que seguramente lo agradecerá con un abrazo y yerba, que –con fortuna- nunca le falta.
paz.-