29 enero, 2013

La Habana que vi

(...) 
Foto: [berna]
Todo eso y además
 
a contar hasta diez

a averiguarlo todo

a no decir me asombro


uno llega 

a La Habana

se planta en su febrero

y a quién le importan viejos

compases 

simetrías

 
 aquí en La Habana invierno
 
sol de un invierno sol

hay que recalcularnos

hay que desintuirnos

hay que saltar encima
 del prejuicio 
y la pompa

y empezar a contar
 desde amor

desde cero.
-Mario Benedetti-

Quise conocer La Habana de verdad. Y cuando me refiero “de verdad”, se trata del evitar los grandes buses de tours en la ciudad rodeada de otros extranjeros fotografiando cuanto edificio y monumento aparezca. Lo que evito cuando viajo.

Me acompañó la mejor habanera del mundo con quien explorar aquella ciudad. Después de haber escuchado por más de cinco años, sus historias y experiencias en cada rincón posible, sólo quería ponerle rostro, color, aroma, y traducirlo en mis sentidos a ver de qué se trata realmente Cuba. Y no como me la cuentan, especialmente con lo que uno escucha más recientemente en Venezuela.

La Habana es una ciudad que hay que visitar sin prejuicios y abrir los sentidos al cien. Hay tanto para ver en sus calles, en sus antiguas edificaciones, una especie de ciudad europea congelada en el tiempo y maltratada por los años de pausa, y el salitre.
Tiene música en cualquier cuadra, melodías tocadas y danzadas desde las vísceras sin importar si será escuchada (dudo que no ocurra) por locales o extranjeros, porque a fin de cuentas lo que importa es transformar toda la energía del mar, del sol y del tesón en armonías que forman parte de un riquísimo repertorio musical.

Foto: [berna]
La ciudad tiene arte en las paredes, en los hoteles, en los bares, tiene palabras de poetas y trovadores que viajan con la brisa “fría” de enero (y seguramente con la más cálida de julio) hacia cada esquina donde a la vez se puede observar el mar, ir al cine y comerse un helado. El ron cubano conoce de sabores y mezclas y casi en cualquier sitio te tomarás el “mejor mojito” –no necesaria, ni únicamente el de la Bodeguita del Medio-, y bien que hice esa investigación. Recordando la Bodeguita, lugar que me hipnotizó, allí uno puede palpar el cariño que se le tiene a Cuba y observar el espacio que este país tiene en el mundo: así, apartado en una isla, tiene el encanto, la gente y el amor que cualquier otro lugar pudiera envidiar.

La Habana sabe celebrar la vida, porque sabe qué tiene pero no sabe cuánto le durará. Su gente vive en el canto y en la alegría, pero también en la dura realidad de los alimentos que escasean, del ínfimo salario que hay que estirar, de las máscaras hacia los turistas para continuar un negocio que seguirá manteniendo la posibilidad de conocer lo que hay más allá del malecón. Ese mágico malecón.

De La Habana disfruté su gente y su particular acento, la actitud de sus mujeres, sus calles, sus castillos, su café y su ron, las peñas en las plazas, la música contagiosa e incesante, su fe, sincera fe en aquella Revolución.

Pero también sentí que hay una Habana que quiere y merece mostrarse tranquila, sin fachadas turísticas ni dobles precios; una Habana culta, grande, rica en expresiones artísticas y tradicionales que la hacen joya del mundo. Quizá se pueda vivir distinto, pero distinto también implica bien, sinceramente bien. A ellos les falta este adverbio.

Cada vez que pasaba por el malecón y veía la cantidad de personas que diariamente allí se sientan me preguntaba qué piensan, qué hablan, qué les dice el mar. Un par de veces fui a descubrir qué cosas dice, y fue tanto lo que me dijo que me colmó, y con dos lágrimas en los ojos me despedí de Cuba.

Vas a estar bien, hasta la próxima.
Foto: [berna]