22 octubre, 2013

¿Qué recuerdo(s)?

“La vida no es la que uno vivió,
sino la que uno recuerda
y cómo la recuerda para contarla”.
- Gabriel García Márquez



Hace unos días veía (por tercera vez) una película. Su protagonista quería vengar el asesinato de su esposa del cual él fue testigo. El conflicto implica que desde aquel día, por haber recibido un golpe en la cabeza, él sufre una condición llamada amnesia anterógrada, esto significa que los eventos que le suceden recientemente simplemente no los recuerda.

Leonard, el personaje en cuestión, se vale de dos estrategias importantes para tratar de atar los cabos de sus recuerdos y poder llegar al meollo del asunto. La primera es que se tatúa la piel con información que considera absolutamente importante (como “John G raped and murdered your wife”), datos o sucesos que no puede ni debe olvidar nunca, porque al fin y al cabo, esos datos lo llevarán hasta su objetivo (que en su caso es matar al asesino de su mujer). La otra herramienta de la cual se vale Leonard son las fotografías. El tipo, con una Polaroid, captura las imágenes de las personas con las que conversa o mantiene contacto, y a estas les coloca nombre y alguna frase que la describa (como “don’t believe his lies”).

No pretendo explicar la trama, ni dar mi visión crítica del largometraje (que vale decir me parece interesante) pero a lo largo del desarrollo de la historia, uno se percata cómo Leonard es fácilmente engañado por otros y sobretodo por sí mismo para mantener o desechar, a través de las fotografías y los tatuajes, estos recuerdos: se tatúa lo que no quiere olvidar y quema las fotos de lo que no pretende recordar, de esta manera eso simplemente no sucedió.

No hace falta ser Leonard para hacer lo mismo en la vida, sin amnesia anterógrada. Quizá al personaje de la película le favorece su pérdida de memoria reciente, pero muchos de nosotros con nuestra mente bien clara y sana, hacemos exactamente lo mismo cotidianamente, sin tatuajes ni fotografías.

una saturada imagen de una recordada tarde / Foto: [berna]
Se dice que unas personas tienen buena memoria y otras no tanto, pero yo creo más bien en la irremediable memoria selectiva que todos los seres humanos tenemos (bueno está bien, no generalizaré, casi todos pues). Nos tatuamos hasta la médula los hechos que nos parecen importantes, fotografiamos y conservamos con notas los que probablemente nos puedan conectar con algo más en el futuro, algunos otros recuerdos los quemamos, como las fotos. Al ver la trama de la película me convencía de que el método de Leonard lo realizamos constantemente para vivir como mejor nos convenga, ya sea en la satisfacción o en la depresión. No manejamos nuestros recuerdos al azar (aunque parezca), unos nos convienen, otros nos hacen daño, algunos nos permiten ser inmensamente feliz. Depende de cada uno el que quiera mantener por dejar un recuerdo vivo u olvidar un episodio vergonzoso, o doloroso.

Definitivamente es posible y lo hacemos. Quizá sea más fácil para Leonard, no tener que recordar, quizá sea menos complicado vivir solo el momento sin tener que crear historias que se conectan con otras, quizá sea más sencillo simplemente olvidar.

Pero los recuerdos nos hacen lo que somos y lo que seremos, nos hablan de los errores que no cometeremos de nuevo o en los que volveremos a incurrir diez veces más. Nos susurran las experiencias que nos permiten volver a sonreír así estemos en la cola del metrobús, y cuánto ayudan esos buenos recuerdos en esas colas insufribles.

Yo prefiero recordar, lo que me hizo sonreír y lo que me hizo llorar, decido recordar los rostros, las manos, los labios, las caminatas, las palabras, los reflejos de la luna. Yo decido recordar sin tatuajes ni fotos, sino con ovarios.

Decido recordar y armar la vida que quiero, porque al fin y al cabo es mía y la diseño yo. No lo digo yo, lo dijo el Gabo: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”.

Sabio el viejo.

Me tengo que ir…  un momento, ¿dónde dejé mis llaves?

30 agosto, 2013

Una cafetera francesa / De la serie: regalos que quiero para mi cumpleaños (II)

Amo el café. Quien me conoce lo sabe.
Tomo café desde que tengo memoria gracias a mi tía bisabuela (si, ella misma) quien disfrutaba dármelo a mis 4 o 5 años pues me manchaba toda la cara al beberlo. Más tarde mi madre, sabiendo que me encantaba, metía en mi lonchera de la escuela un termo de café para el desayuno. Con leche, claro.

Hoy día lo tomo negro, sin azúcar apenas me despierto, con azúcar y a veces marrón (“oscurito por favor”) en las tardes. Lo necesito para despertar el cuerpo y el espíritu a diario, para evitar dolores de cabeza (o curarlos, quizá por el efecto placebo), para conversar o meditar, para tener excusas de encuentros, para brindarlo y hacer sentir querido/a a quien se lo preparé. Y simplemente para mi, lo necesito para mi.

La mejor forma: colado.
Así mismo como lo preparaba mi tía bisabuela y mi abuela también, con manga de tela. Esperar que hierva el agua y luego observar cómo pasa por el polvo marrón oscuro y la tela para volcarse como café en un envase que genera el mejor aroma matutino, ese es mi primer ritual del día. Lo necesito casi religiosamente, porque estoy convencida que es el único modo de despertar y empezar la jornada. Y miren que no soy una persona matutina en lo absoluto.

Aunque disfruto la manga y su sentido de gravedad, también disfruto el café hecho en cualquiera de sus formas y a esto me refiero a las cafeteras italianas, las de expreso o las “de goteo” (según la Wikipedia) que utiliza el mismo principio de la manga.

Sin embargo, descubrí otro modo de disfrutarlo: con una cafetera francesa.



Quizá sea su forma peculiar, la espera del grano en el agua caliente para luego ser prensado o un simple antojo de tomar café con otro proceso y generar una nueva vertiente del ritual matutino, lo cierto es que me encapriché con una cafetera francesa que me llene el cuerpo y el espíritu de uno de mis olores preferidos.

Hay antojos que además tienen sus orígenes claros.

21 agosto, 2013

Un ventilador. De la serie: regalos que quiero para mi cumpleaños.

No puedo dormir,  de nuevo la migraña. Siempre que me desvelo pienso en La Noche/1 de Galeano. Me gusta cómo asume su imposibilidad de siquiera intentar quitársela de la mente y simplemente dormir.
Ahora yo no quiero asumir eso,  por algo Eduardo escribe y a mi se me complica intentarlo.
Para dormir bien justo ahora yo necesito un ventilador.  El que usaba cuando salí de casa de mis papás duró mas de lo debido,  de algun modo logré extender su obsolescencia programada, como he hecho desde niña. Parece ser un talento natural.  Incluso se extendió su funcionalidad el día que Salvador -mi sobrino de menos de 2 años en ese momento- aseguró que no había mejor artefacto en toda la casa con el cual jugar. 
Desenchúfese, sea feliz Salvador. Pero te lo va a dañar Berna. Pues qué bueno que lo haga, asi me compro otro.

Pero "me compro otro" no ha sucedido y Salvador ya pronto cumple 3. En este punto de insomnio,  calor y migraña me reprocho no haberlo hecho.
Una vez, condiciones similares me inspiraron una historia. Hoy hacen que me provoque sacarte de la garganta y decirte que te quedes. Pero yo no se sacarme cosas de allí.
Ya vuelvo, ahora me ha dado por toser.
LA NOCHE/1
"No consigo dormir. Tengo una mujer atravesada entre los párpados. Si pudiera, le diría que se vaya; pero tengo una mujer atravesada en la garganta"
Eduardo Galeano

21 julio, 2013

Carta a ti que acabas de nacer


Letizia Valentina:

Cuando supe que tu mamá sería mamá, entré en un estado pseudo-catatónico que en ese momento no entendía. No sabía qué sentir y solo me alegré porque venías al mundo, pero algo en mi sucedió que no comprendía del todo.

Unos días después me percaté de esa foto que tengo en mi cuarto, la misma que veo todos los días, la de tu mamá y yo comiendo cepillado en Los Aleros, ella de 4 años, yo de 6.  En ese momento sentí como si la vida que había vivido hasta ese día se me vino encima como una ola gigante.

No era la primera vez. No eres la primera sobrina, ni tu mamá la primera madre cercana a mi. Pero cuando vi esa foto recordé todas las veces que jugamos a la casita colocando sábanas en la litera, esa casita explorada solo por nosotras, nadie más podía entrar. Hice memoria de los juegos a la maestra y a las barbies en los que yo siempre me quedaba jugando sola porque a tu mamá le daban ganas de “ir al baño”. A eso le seguía un reclamo directo a tu abuela que nunca hizo caso al respecto. También rememoré el fusila’o, la cancha de básquet y la rueda en el parque de la Base, la Goleta, los patines, las bicicletas, reunir plata para comprar Tostitos, los helados del Sr. Vicente, los juguetes regados en el cuarto que tu abuela nos botó a la basura –y que luego aparecieron porque “los señores del aseo no se lo quisieron llevar”-. Recordé nuestros pasatiempos en el carro en los viajes familiares, el raspa'ito, el gancho que le lance en la cabeza, los cojines que me llevaron directo a la punta de la mesa aquella y que hicieron una cicatriz en mi rostro –ya la verás pronto-, los días que tu abuelo llegaba a llenarnos de felicidad y amor y él se dedicaba a bañarnos y secarnos el cabello. Y nos bañaba a ambas, en el mismo lugar donde te bañan hoy a ti.

Cuando recordé todo esto y tanto más, comprendía que tu existir era aun más especial porque no se trataba de una gran amiga, sino que tu madre es mi hermana a quien conozco y con quien he vivido y crecido desde siempre. Y tú estabas allí dentro de ella esperando para venir al mundo.

Hace 4 años nació Sarah tu prima, sabes, y también tengo otros sobrinos putativos que me han enseñado algunas cosas como para no estar tan inexperta contigo. No nos veremos todo el tiempo que quisiera porque vivimos un poco lejos, pero la distancia no merma el amor inmenso que siento por ti. ¿Cuándo dejamos tu mamá y yo las muñecas para jugar contigo? Ya no recuerdo, y la verdad no nos dimos cuenta, pero tu presencia asevera la alegría de verme rodeada de mujeres maravillosas.

Gracias por venir al mundo a cambiar nuestras vidas.
Bienvenida.
Te ama, tu tía Catira.

Buscando tiempo

 "De tiempo somos.
Somos sus pies y sus bocas
Los pies del tiempo caminan en nuestros pies"
- E.Galeano


El tiempo: ¡menudo tema!

He tenido esta conversación tantas veces y yo afirmo que el tiempo está pasando cada vez más rápido. Insisto, no se trata del hecho de que una tiene más edad y más responsabilidades o haya más tráfico en la ciudad y más ítems pendientes en lista de “cosas que hacer hoy”. No.

Foto: Acción Poética
Me refiero a que pareciera que en el cosmos algo está sucediendo que contribuye al hecho de que el tiempo pase con mayor rapidez. (Mi explicación del “cosmos” es un comodín, sólo porque no sé otra).

La mejor conversación la tuve hace poco más de un mes con Yeyo, mi abuelo. Le planteé mi inocente y empíricamente fundada teoría, y me declaró sus elucubraciones con respecto al tiempo. En su sabiduría plena de 86 años me explicó cómo no entendía en lo absoluto por qué la gente insiste en creer que “pierde el tiempo” o que “no tiene tiempo”. El tiempo no le pertenece a nadie, el tiempo está a nuestra plena disposición, pasa sin ser aprehendido, se puede aprovechar, utilizar en beneficio propio pero nunca perderlo, porque nunca se tiene. No tener tiempo no tiene sentido. “Ahí esta el tiempo, hija, existe y hay quienes no se dan cuenta que está, por eso hay que aprovecharlo”.

Y yo que últimamente insistía en el tema, mi Yeyo me dio una  lección de vida que nunca olvidaré.

Al tiempo no lo tengo, él está allí: lo organizo, lo disfruto, lo trabajo, lo bailo, lo leo, lo camino, lo respiro, lo amo, lo lloro, lo río. Pero no lo tengo. ¿Qué magnitud de arrogancia hemos llegado a tener los seres humanos para creernos dueños incluso del tiempo?

Yo siempre digo: si lo dice mi abuelo, es verdad. Y punto.


Nota al pie:
Recordando, hace tiempo escribí esto: Tiempo

19 mayo, 2013

De las vidas y las muertes



"Se paga caro ser inmortal, por ello se muere varias veces durante la vida"
Friedrich Nietzsche


Dice Cortázar en Un Tal Lucas, que se viven muchas muertes a lo largo de la vida, pequeñas muertes representadas en esos personajes que pasan de plano y con ellos se va un pedazo de nosotros. Así como las muertes de seres, también las separaciones, cambios, viejos patrones. El día que tía Lela, después de 6 años de convivencia, se fue de nuestra casa a mis 10 años de edad, murió una parte de mi inocencia infantil, al igual que el día que descubrí que el regalo del Niño Jesús que recibía, era exactamente el mismo que mis papás habían escondido no tan bien en un armario. El día que Valentina murió, también se fue con ella una parte de mi que no volverá jamás.

Cortázar tiene razón, pero por el otro lado también vivimos muchas, pequeñas vidas dentro de nuestra única -hasta ahora conocida- vida.

Foto: en Père Lachaise por [berna] (2009)

Entonces empiezo a recordar mi maravillosa infancia en Falcón, jugando al “fusila’o”, la rueda en el parque y cosechando buches; evoco el mudarme y volver a conocer gente en otra ciudad y en otro colegio que resultó ser mi hogar por tantos años más, brindándome hermosas amistades que hasta hoy conservo; rememoro la vida en una universidad, con su tiempo invertido en el “decanato”, en cubículos de estudio y en el comedor y otra vida como maestra de ballet. Incluso en la ciudad que ahora vivo, siento que en 6 años he vivido muchas otras, distintas vidas.

Mirar atrás, recordarlas, verlas un tanto ajenas, como si no fueran mías. A veces hago eso por ejercicio, o quizá por ocio.

No considero que cada muerte implica el inicio de una nueva vida, sino más bien que las vidas se van yuxtaponiendo unas con otras y las muertes llegan sin patrones, ni tiempo definido, solo llegan cuando es necesario que el ciclo de esa vida simplemente, finalice.

Tampoco creo que tales muertes signifiquen siempre el fin de una vida, sino su transformación. Así, la muerte de un amor se convirtió en tenacidad para ser la mujer resuelta que necesitaba ser, la muerte de mi primera carrera universitaria significó terminar otra con menos ganas pero con mejor proyección y una hermosa amistad, del mismo modo una separación y el corazón arrugado se transformaron en temple, confianza y aprendizaje.

Como las muertes de mi corazón que pocos conocen, algunas muertes de esperanzas, y otras que también dolieron y supe hallar el camino de vuelta, las muertes de las transformaciones: de solterías en maternidades, de amores en soledades, de amistades reformuladas.

La vida anda y con ella sus múltiples muertes, sufridas cada cual como por primera vez, y sus variopintas vidas, sazonadas con amores, riesgos, deseos y esperanzas.

¿Cuántas vidas se pueden vivir? ¿Cuántas muertes se pueden morir?

29 enero, 2013

La Habana que vi

(...) 
Foto: [berna]
Todo eso y además
 
a contar hasta diez

a averiguarlo todo

a no decir me asombro


uno llega 

a La Habana

se planta en su febrero

y a quién le importan viejos

compases 

simetrías

 
 aquí en La Habana invierno
 
sol de un invierno sol

hay que recalcularnos

hay que desintuirnos

hay que saltar encima
 del prejuicio 
y la pompa

y empezar a contar
 desde amor

desde cero.
-Mario Benedetti-

Quise conocer La Habana de verdad. Y cuando me refiero “de verdad”, se trata del evitar los grandes buses de tours en la ciudad rodeada de otros extranjeros fotografiando cuanto edificio y monumento aparezca. Lo que evito cuando viajo.

Me acompañó la mejor habanera del mundo con quien explorar aquella ciudad. Después de haber escuchado por más de cinco años, sus historias y experiencias en cada rincón posible, sólo quería ponerle rostro, color, aroma, y traducirlo en mis sentidos a ver de qué se trata realmente Cuba. Y no como me la cuentan, especialmente con lo que uno escucha más recientemente en Venezuela.

La Habana es una ciudad que hay que visitar sin prejuicios y abrir los sentidos al cien. Hay tanto para ver en sus calles, en sus antiguas edificaciones, una especie de ciudad europea congelada en el tiempo y maltratada por los años de pausa, y el salitre.
Tiene música en cualquier cuadra, melodías tocadas y danzadas desde las vísceras sin importar si será escuchada (dudo que no ocurra) por locales o extranjeros, porque a fin de cuentas lo que importa es transformar toda la energía del mar, del sol y del tesón en armonías que forman parte de un riquísimo repertorio musical.

Foto: [berna]
La ciudad tiene arte en las paredes, en los hoteles, en los bares, tiene palabras de poetas y trovadores que viajan con la brisa “fría” de enero (y seguramente con la más cálida de julio) hacia cada esquina donde a la vez se puede observar el mar, ir al cine y comerse un helado. El ron cubano conoce de sabores y mezclas y casi en cualquier sitio te tomarás el “mejor mojito” –no necesaria, ni únicamente el de la Bodeguita del Medio-, y bien que hice esa investigación. Recordando la Bodeguita, lugar que me hipnotizó, allí uno puede palpar el cariño que se le tiene a Cuba y observar el espacio que este país tiene en el mundo: así, apartado en una isla, tiene el encanto, la gente y el amor que cualquier otro lugar pudiera envidiar.

La Habana sabe celebrar la vida, porque sabe qué tiene pero no sabe cuánto le durará. Su gente vive en el canto y en la alegría, pero también en la dura realidad de los alimentos que escasean, del ínfimo salario que hay que estirar, de las máscaras hacia los turistas para continuar un negocio que seguirá manteniendo la posibilidad de conocer lo que hay más allá del malecón. Ese mágico malecón.

De La Habana disfruté su gente y su particular acento, la actitud de sus mujeres, sus calles, sus castillos, su café y su ron, las peñas en las plazas, la música contagiosa e incesante, su fe, sincera fe en aquella Revolución.

Pero también sentí que hay una Habana que quiere y merece mostrarse tranquila, sin fachadas turísticas ni dobles precios; una Habana culta, grande, rica en expresiones artísticas y tradicionales que la hacen joya del mundo. Quizá se pueda vivir distinto, pero distinto también implica bien, sinceramente bien. A ellos les falta este adverbio.

Cada vez que pasaba por el malecón y veía la cantidad de personas que diariamente allí se sientan me preguntaba qué piensan, qué hablan, qué les dice el mar. Un par de veces fui a descubrir qué cosas dice, y fue tanto lo que me dijo que me colmó, y con dos lágrimas en los ojos me despedí de Cuba.

Vas a estar bien, hasta la próxima.
Foto: [berna]