30 agosto, 2013

Una cafetera francesa / De la serie: regalos que quiero para mi cumpleaños (II)

Amo el café. Quien me conoce lo sabe.
Tomo café desde que tengo memoria gracias a mi tía bisabuela (si, ella misma) quien disfrutaba dármelo a mis 4 o 5 años pues me manchaba toda la cara al beberlo. Más tarde mi madre, sabiendo que me encantaba, metía en mi lonchera de la escuela un termo de café para el desayuno. Con leche, claro.

Hoy día lo tomo negro, sin azúcar apenas me despierto, con azúcar y a veces marrón (“oscurito por favor”) en las tardes. Lo necesito para despertar el cuerpo y el espíritu a diario, para evitar dolores de cabeza (o curarlos, quizá por el efecto placebo), para conversar o meditar, para tener excusas de encuentros, para brindarlo y hacer sentir querido/a a quien se lo preparé. Y simplemente para mi, lo necesito para mi.

La mejor forma: colado.
Así mismo como lo preparaba mi tía bisabuela y mi abuela también, con manga de tela. Esperar que hierva el agua y luego observar cómo pasa por el polvo marrón oscuro y la tela para volcarse como café en un envase que genera el mejor aroma matutino, ese es mi primer ritual del día. Lo necesito casi religiosamente, porque estoy convencida que es el único modo de despertar y empezar la jornada. Y miren que no soy una persona matutina en lo absoluto.

Aunque disfruto la manga y su sentido de gravedad, también disfruto el café hecho en cualquiera de sus formas y a esto me refiero a las cafeteras italianas, las de expreso o las “de goteo” (según la Wikipedia) que utiliza el mismo principio de la manga.

Sin embargo, descubrí otro modo de disfrutarlo: con una cafetera francesa.



Quizá sea su forma peculiar, la espera del grano en el agua caliente para luego ser prensado o un simple antojo de tomar café con otro proceso y generar una nueva vertiente del ritual matutino, lo cierto es que me encapriché con una cafetera francesa que me llene el cuerpo y el espíritu de uno de mis olores preferidos.

Hay antojos que además tienen sus orígenes claros.

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