Yo no crecí con mascotas ni con la intención de querer una. Nunca fui de las que soñó o le pidió a su mamá incesantemente tener un perrito, un gatico, pajarito o lo que sea. Lo más cercano a mascotas que recuerdo pudo haber existido en mi casa fue un morrocoy que quizá llegó tal cual como se fue –sin darnos cuenta- y dos conejos –Sancono y Mineli- que duraron en mi hogar poco menos de un año y mi madre los regaló en vista de las innumerables gripes y alergias que mi hermana y yo –de entre 3 y 4 años respectivamente- adquiríamos constantemente.
Por el hecho de que a mi mamá no le gustan las mascotas, en mi casa no hubo animales desde entonces hasta hace 5 años, cuando llegó Chocolate.
El espíritu rebelde de mi hermana lo trajo a la casa –en contra de la opinión de mamá- y cuando mi padre lo vio fue amor a primera vista.
Era un pequeñito labrador color marrón, de ojos verdes, juguetón en exceso, tierno, hermoso, desordenado y torpe. A mí, poco amiga de los perros, me pareció un espécimen tan adorable que era inevitable acariciarlo –y para mí eso es bastante decir. Desde el primer día declaré mi desprendimiento a cualquier responsabilidad que con Chocolate se relacionara, lo mismo que mi mamá, y de esa manera entró un nuevo ser vivo a mi hogar. La primera mascota que realmente tuvimos en casa.
Sinceramente, yo no entendía aquello del amor incondicional que se tiene por los animales, y el dejar de hacer cosas, o planificar la vida y los días por ellos. Con Chocolate, mi hermana y mi papá lo entendí durante estos últimos años.
“Los perros son personas buenas” dice una buena amiga, y debe ser cierto. Chocolate era el primero en alegrarse de las llegadas a casa de cualquiera de nosotros, advertía cualquier imprevisto, presentía algunas despedidas temporales y acompañaba en todo momento. A mi –que los últimos años me veía algún que otro fin de semana- me movía la colita cuando lo saludaba así fuera de lejos, me olía siempre y se volvía loco si tenía el período, se comió mi tutú un día antes de una función, me acompañaba todas las noches pues dormía justo al lado de la ventana de mi cuarto y por esto mismo me molestaba cuando hacía sus necesidades por allí… y me gustaba acariciarlo con la planta de mi pie, era como un masaje mutuo.
Pero ayer murió.
No me provoca describir el dolor que siento, ni el que sentimos en mi familia luego de que hayan transcurrido poco más de 5 años con Chocolate en casa. Después de haber entrado tímidamente en mi hogar ganándose el corazón de todos nosotros.
Murió porque así debía de ser –supongo, como todo- y ahora sí entiendo lo del amor incondicional y el dolor que se puede sentir por la muerte de un perro, como si fuera una persona. Yo no lo comprendía, ayer lo aprendí.
Cierto es que no era una persona, era un perro. Pero realmente no era sólo un perro y me sorprendió haber escuchado a mi mamá diciendo: “No decíamos, cómo está el perro, sino cómo está Chocolate”.
Desde su llegada, hasta hoy y seguramente por siempre a mi me quedará la costumbre de ver un labrador en la calle y decir “es un Chocolate”.
3 comentarios:
Ay! Mi niña...
Cuánto lo siento por tu Chocolate.
yo conocí uno negro, grande, torpe, hermoso... Joey.
Y murió a distancia. Sólo compartí con él 2 meses. Murió hace 3 años y yo ni estuve ni lo vi más desde hacía 6 años.
Yo, cada vez que veo un labrador negro juguetín y grande, me acuerdo de Joey.
Y sé, por los Cockers Spaniels, los pollitos, las tortugas, los peces, los periquitos, canarios y Agapornys que hemos tenido y tenemos (mi hermana es "la dama de los pájaros", así la llamo yo) y mi gatote gordo y hermoso (que ha hecho que mi mamá piense adoptar una pulguita gris de ojos azules del tipo gatuno), que me tocará hacer duelo como si se me hubiera muerto alguien de la familia.
alguien mucho más cercano a mí que mis primos o mis tíos pues, mi atomizada familia, no sabe nada de mi cotidianidad ni mis rutinas. Pero Mónaco, el que duerme conmigo si a él le provoca y yo lo dejo, el que me habla en francés maullaod, que se ensoberbece cuando no lo dejo salir de casa para estirar las 4 cobardes patas suyas por unos 4 metros de piso "exterior", ese... ese sí me conoce hasta las tristezas y las desesperaciones.
Te mando un abrazote gigante, mi chiquita... gigante... enorme... Que te sea más leve en poco tiempo!
una niña con el alma en un escenario y los sentimientos encontrados en un perro.
un niña adorable...
Berna
Tu texto exuda ternura por todas partes. Fíjate que yo no crecí con mascotas y nunca fui muy perrera, sino hasta que me convertí en adulta y conocí a Paprika la french poodle de mi primo. La perrita estaba para odiarla: caprichosa, consentida, inútil sin remedio... y sin embargo acabó por conquistar mi corazón, porque pese a ser un perro de ornato como llamo yo a los de su raza... resultó de tiernísima y cariñosa y además… me adora. Así que leyéndote me sentí un poquito triste, imaginado qué pasaría si Paprika muriera.
En fin no puedo decirte nada que te consuele, sólo mandarte un abrazo bien fuerte
PS te leí hace días (en el Reader), pero no había podido comentarte porque sólo hasta esta mañana me restablecieron el servicio de Internet… después de tenerme sin él cinco días¡!
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